martes, julio 05, 2005

Re-

El día en que perdieron la final recordé por qué me gustó tanto la primera vez que le vi, que le reví, apenas una hora después de que me lo presentaran, de ponerle cara al autor de aquellas crónicas hipólitas mercuriales, cuando se sentó a mi lado en el portal y coincidimos en nuestra obsesión por las escaleras, la suya de madera tipo bombero o electricista, la mía de cemento en espiral, tipo escalo un torreón. Lo recordé porque me reencontré con esa inquietud retransmisora, esas ganas de subir tres millones de escalones de tres mil escaleras para llegar al final y a la final y ganarla y reganarla, esas ganas de caminar tres mil kilómetros creyéndose que son tres y haciéndoselo creer a todos. Un espíritu imparable que no se quedó en el charco de sudor y lágrimas del suelo, que no se perdió con el feo o bonito coletero, que no se exprimió como la guayaba ni fue bebido por nadie con mal gusto en la boca sinó que siguió caminando hasta caer rendido en una mezcla de suelo de cemento y regazo de unos muslos morenos recién depilados. Aún quedaban muchos minutos de juego en sus piernas, pero se acabaron, los intentó prolongar en vano, la vida es un asco ¿eh? Sí, pero menos mal que aún hay cosas que compensan, como que una persona pueda servir de sillón de carne a otra, como intentar arrancar traviesamente (traviesa mente) los pelos de las piernas de alguien y que ese alguien te acaricie la mano de mientras, como confundir de camino al coche un amanecer con unas luces de aeropuerto, como hacerse cuadradito de arena fina en la espinilla, como imaginarse un pez con tres ojos mordiéndome los pies a la orilla del mar negro, como sentir por primera vez lo mucho que quieres a alguien sin que ese querer haga daño a nadie, como esas ganas de hacer el amor de perfil y que luego que descanse la cabeza en tu barriga, haciéndose un remolino en el pelo con el vaivén del estómago, ( respirar con el estómago, no con los pulmones, es básico ¿lo veis? como hacen los bebés). Montaña rusa que te marea y trenza los intestinos y tu pelo a la vez, el respirar con el estómago y el estar con un bebé, a la vez.
Me reencontré con las ganas de que estuviera eternamente mirándome con esa medio sonrisa que no sabe aún por qué la pone pero que resume un momento de complicidad al yo, imitarla sin querer. Me reencontré con esa incoherencia de hablar de Quevedo (metes el dos de bastos y sacas el uno de oros, una nuez que se iba en busca de comida, etcétera) un día, en la playa, a las tres de la mañana, tumbado sobre una toalla que moja más que seca.
Pero también me reencontré mentalmente con el saber los gajes del oficio de genio. Un día sí y otro no, y a las amantes involuntarias de las constancias sentimentales, como yo, esos ires y venires de sus yoes acaban por cansarlas. Además, a los genios se les ata largo, porque sino se ahogan, como dijo no hace mucho uno de ellos, y mis cuerdas a veces se estropean en su afán de expansión y enredo, se astillan y se vuelven cortas, entonces no funcionan. Tengo miedo de mis cuerdas, gajes del oficio de una tejedora de mimbre, especialista en convertir el algodón en esparto.

2 comentarios:

Bito dijo...

Quizás la solución esté en tus propias palabras: "a los genios se les ata de largo porque sino se ahogan...". Quizás es que no deberías de atarlos, ni de largo, ni de corto; sino dejarlos sueltos como gavilán o paloma, y averiguar si estas dispuesta a un amor que llegará cuando quiera y se marchará sin darte cuenta.
(Eso, o coserte unas alas fuertes y convertirte en águila o halcón...)

Anónimo dijo...
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