lunes, mayo 23, 2005

Piedras blancas

Cuando me propusieron el trabajo, me imaginé contando guisantes con pinzas para las cejas durante toda una noche, con un foco apuntándome en la frente, sudando la gota gorda, amenazada de muerte por un tren que se veía a lo lejos.
Me encargaron limpiar una a una las ennegrecidas piedras de dos estaciones de metro de la línea roja. Se ve que a los encargados de imagen y marketing de la TMB se les había metido en la cabeza cambiar el aspecto de las vías sin eliminar las míticas piedras.
Mi tarea se realizaría de 12 a 5 de la madrugada, cuando no hay circulación de trenes. Utilizaría una disolución de agua, amoníaco, blanco de españa y salfumán, además, mi cuerpo estaría provisto de un complejo sistema de alienación para no morir intoxicada.
Tenía, además, otra tarea: devolver a la extensa familia de ratones que allí habitaba su color blanco inicial, porque sino delataría su existencia entre las piedras blancas.
Era un reto para mí, sin duda. Mi paciencia era inexistente, mi miedo a las vías, aterrador, mi claustrofobia e inoperancia nocturna, alarmante, pero necesitaba el dinero y esta era una manera de enfrentarme a mí misma.
Y allí me planté, con mi traje aislador con mascarilla incluida, con la disolución tóxica en un cubo de metal, y con un despertador con la aguja apuntando a las 5 de la mañana por si acaso me dormía mientras bañaba a algún ratón en la mezcla de jabón para ratones. Empecé a limpiar las piedras, todo iba bien, empecé a cazar ratones, todo iba bien, no me ahogaba, no me dormía, no pasaba nada extraño, hasta que sentí a un perro olisqueándome los pies y el grito de un guardia de seguridad: ¡no limpies más! Resultó que había limpiado toda la estación, ahora parecía una estación de esquí, y no de metro. No se veía el rojo que indicaba el color de la línea, ni tampoco los mapas para saber hacia dónde se dirigía el metro. Los trabajadores, perdidos, no sabían que hacer. Me despidieron del trabajo, no cobré y seguí soñando en blanco hasta el día de hoy.

martes, mayo 17, 2005

Cosas que haría en el mejor día de mi vida

Haría collares de macarrones
Agujerearía las pechinas después de cogerlas en la orilla de la playa de Cunit
Contaría uno a uno los adoquines de mi antigua calle
Contaría uno a uno los pasos que hay desde la estación hasta tu casa
Pulsaría todas tus pecas para accionar los botones de tu piel
Contaría los colores de una tienda de ropa
Mediría la altura de mis tacones favoritos
Cantaría el gol que llevaría a mi equipo a la Champions League
Cantaría una canción de cuna a mi sobrino compuesta por Psique
Le haría una trenza a Aisha
Tocaría todas las cuerdas de un arpa
Bajaría sin frenos el loopin de una montaña rusa
Mordería, uno a uno, los pliegues de tu espalda
Dormiría una siesta en un sofá rojo
Explicaría mis historias a mi padre, allí en el cielo
Respiraría el olor de las piedras de los raíles de tren de la estación de Sant Andreu
Dejaría caer una a una mis lágrimas de lana, y con ellas, secaría las tuyas de agua salada
Contaría las bolitas de tu collar de pinchos
Desharía los hilos de teléfono y haría con ellos un sillón para sentarnos, los dos, a conversar.
Cogería los ratones del metro y los limpiaría hasta que fueran blancos.
Comería un níspero, una fresa, una cereza, unas patatas bravas, mascaría un chicle de cola, tragaría un helado de mitad chocolate mitad straciatella
Tallaría en un trozo de madera un lugar para los dos
Encendería la ya inexistente chimenea de mi casa y esnifaría los restos de ceniza.
Y por qué no, cenaría con Richard Gere, etcétera.
Y no me daría tiempo de hacerlo todo.

domingo, mayo 08, 2005

Plusmarquista en salto de agujeros


Yo iba para campeona del mundo en salto de agujeros, de huecos, de baches, de vacíos. Empecé saltando los agujeros sin adoquines donde crecían los plátanos de la calle Irlanda, de la mano de mi hermano mayor, hasta que un día me soltó, y bajo mi sorpresa, no caí. Seguí saltando los huecos donde el agua se amontonaba los días lluviosos haciendo charcos, cuando a la mayoría lo que le entusiasmaba era caer de lleno en ellos y salpicar a todo lo que hubiera a su alrededor, ya fuera una vieja refunfuñona o un York Shire sin lazo y sin chubasquero (a mi no me gustaba saltar encima de los charcos porque se me habían roto mis botas verdes de agua de Snoopy, y saltar en los charcos, sin mis botas verdes de agua de Snoopy, ya no tenía gracia). Continué con los vacíos provistos de vallas amarillas y de montones de tierra húmeda de las obras de mi calle, Castellbell, aventura eterna.
Salté los baches de camino al colegio, Pegaso, (Pegaso saltaba también en el dibujo de mi chándal) salté los baches de la carretera cuando el Renault 12 se movía, de la vida, que fueron unos cuantos, pero los salté, porque yo iba para campeona del mundo en saltos de agujeros.
Un día me dijeron que por qué no probaba saltar muros, vallas rayadas, que me dejara ya de agujeros provistos de arena y de agua. Cogí carrerilla, elevé la pierna y la rodilla tal y como me había dicho mi profesora de cuatrocientos valla y mi frente se aposentó en los grumos granate de la pista de atletismo –menos mal que no es el cemento del patio del colegio, sino aquí me quedo– pensé, me levanté y seguí corriendo en busca de huecos, pues estaba claro que las alturas no eran lo mío, lo dejaría para más adelante.
En busca de más vacíos (no existenciales, de momento) seguí saltando y saltando, y salté un río, y me fui al exilio. Me dieron mi primera medalla por saltar el Besós. Fue el salto más largo, pero el peor, el desencadenante de más saltos obligados por los cuales no me dieron ninguna medalla, ni palmaditas en la espalda, ni un podium de gratitud, ni un diploma de consolación.
Hasta el día que descubrí a mi vecino de enfrente y me enamoré de él. Creí que podía saltar el hueco de la calle simulando las mejores aventuras de los tebeos que él leía en su balcón. Calculé mal la distancia entre ambos bloques, olvidando por completo de que vivíamos en un cuarto y a mí no se me daban bien las alturas. Y ahí me quedé, en el gran salto, colgada de un cable de la luz, o de teléfono, no sé, en cuatro años, dos meses y tres días no he podido averiguarlo, desde donde escribo en código Morse y mi gran amor lo transcribe en word. Yo iba para campeona de saltos de agujeros, pero me quedé en campeona de equilibrio en diez metros altura, cuatro años, dos meses y tres días. No me atrevo a saltar otra vez.

miércoles, mayo 04, 2005


un sol de puntillas y puntilloso Posted by Hello