sábado, octubre 29, 2005

De cuando me exiliaron y crucé el Besós

Y me exiliaron. Ni por motivos de guerra ni de salud, ni por clima político revoltoso ni por aire húmedo. Me obligaron a hacer el salto de mi vida y a partir de ahí, ya todo fue diferente.

De Sant Andreu

Y me exiliaron
De esas calles estrechas donde se pueden descubrir las intimidades del vecino de enfrente, donde las cortinas, si no son de terciopelo negro, no tienen sentido.
De ese aire triste, melancólico, solitario, heredero de algo en común, de ese aire nostálgico.
De esas aceras llenas de pivotes y naranjos plastificados sin olor azahar, de esas eternas ganas de comerse sus naranjas de cera bajo la eterna amenaza de tu madre de que si te comes una, te mueres.
De esos eternos plátanos con sus enormes hojas marrones crujientes en otoño, que te mueres por que se caigan para recogerlas y pegarlas con pegamento blanco en el mural de tu colegio: La tardor. De esa forma de mano de sus hojas, y en primavera, los ininterrumpidos estornudos de tu madre por esas malditas bolas de los plátanos y los plátanos de los huevos.
Del sabor eterno de las bolitas de caramelo que te daba Teo el de la farmacia cuando ibas enferma a por el Ceclor de fresa o el Flumocil Oral de naranja y que jamás vuelves a probar, y que te enteras diez años después de que se ha muerto de un cáncer, Teo y sus bolitas de caramelo, como todos. Quizás también se murió de eso el del quiosco, que te regalaba Clays y Palotes cuando ibas a por el primer fascículo de alguna colección de Planeta o RBA a 100 pesetas, a 99 o a 95, y que tu madre no te compraba el segundo porque era muy caro, y te convertías en la eterna coleccionadora de los primeros fascículos de todo.
De los columpios de la Plaza de las Palmeras llenas de palomas camicaces y del eterno tobogán oxidado, de esa tierra olida, mordida, masticada y restregada por tu jersey de lana blanco, de ese cemento patinado. De ese red skin y del okupa paralítico. De la bodega donde se recargaba el sifón para echárselo a tu padre los domingos en el Martini negro, de la panadería de los eternos bastoncillos que llenabas de babas desde tu carrito, ahora cerrada conservando ese eterno letrero naranja rosado, vacía. Del paisano (que años después de enteras que no es paisano) que te vendía cien gramos de jamón en dulce a las ocho de la tarde cuando tu madre se había puesto la bata de estar por casa y bajabas corriendo a la tocinería, de esa guardería verde con los chillidos de los retoños en el comedor, escuchados por un tubo desde el terrado.

De ese bloque de pisos descolorido, sin balcones, de textura rugosa pasada de moda, con ese portal inmenso que te parecía la definición perfecta de lo que se considera grande y que, cuando lo ves diez años después, te das cuenta de que no sería la definición ni de pequeño. De esa calle Castellbell número cinco segundo segunda, de ese 3468571 inexistente. De esas vecinas catalanetas a las que le encantaba hablar con la niña de los ojos negros (como dos aceitunas) a través del patio de luces, donde se tendían los trapos sucios y donde nunca se pueden olvidar los horteros estampados de los plásticos de tapar la ropa, ni mucho menos las baldosas de los lavaderos, donde el olor a coliflor y a huevo frito estaba en las entrañas y donde tu madre cuchicheaba contándole a la señora Isabel que no podía entender como tu vecina ,la señora Rosa, no se moría de colesterol comiendo morcilla todos los días.
Y eso a los trece años me lo quitaron.
Y me hicieron cruzar el Besós.
Y me llevaron a la frontera del bien y el mal, entre Santa Coloma y Badalona, y ya nada fue lo mismo.

A Santa Coloma

A Santa Co, Santaquemola, Santaqueroba, Santa la madre que la parió, que no la aguanto.
A donde vivía toda la familia de mi madre: mi abuela inválida, esa mujer que al nacer se equivocó de siglo, que de saber leer, hubiera sido la mejor amiga de la Pasionaria, esa mujer del culo en un columpio que desatendía a mis tías y a mi madre y a la que en su pueblo aún la recuerdan como la María de Laura, aquella que raparon a cero los nacionales, aquella que tenía los huevos más bien puestos de toda la Serranía de Ronda. Mi abuelo, que se hizo viejo a los cuarenta años, que jamás movió un dedo por nadie, un hombre sin sal, sin chicha y sin limoná, de esos que se esconden de todo, que no enseñan nada, la sombra de mi abuela la dictadora. La imagen más clara y más significativa que recuerdo de ellos: uno, en el sofá, poniéndole la zancadilla con el bastón astillado al otro cuando iba al lavabo o la de mi abuelo persiguiéndola hasta la peluquería, celoso hasta de los rulos.
Allí, mis tías, mi tío el exiliado al barrio de encima de la montaña con su esposa odiosa, y lo más importante de mi familia, el imperio del Bar Restaurante El Cruce, el más famoso de Santa Coloma, el de los caracolillos y las bravas y esas colas interminables, eternas, de las pocas colas que uno hace por gusto. El bar de mis tíos (por ahí aún tiemblan o se sorprenden cuando explico mis vínculos con el gran Cruce).
y eso es Santa Coloma, un gentío, una muchedumbre, una densidad de población, una contaminación acústica por culpa del Reaguetton y de Bisbal y de la madre que los parió a todos. Esa vista dañada por los atuendos de las chiquillas de barrio, esos oídos destrozados por los chillidos de la Jessy.
Eso es Santa Coloma, un montón de niños con una sensación de sinfuturo en los ojos... con mirada de desazón, con la cara sucia de vete tú a saber qué sentados en cualquier portal, ese porro a los doce, esa Yamaha a los catorce, ese coche tunning a los dieciocho, esa muerte prematura en la Ronda de Dalt.
Esos chinos paquistaníes marroquíes con sus imperios, sus zapaterías, sus locutorios, sus top manta, sus tiendas de todo.
Y Santa Coloma es las obras del metro de la linea 9, como si no tuviéramos suficiente con la linea 1, la roja, la primera.
Santa Coloma es una población en re-construcción, donde no logro comprender como coño un piso vale setenta millones en esta pocilga, pero mi casa es un oasis y eso es lo que me salva, lo que me mantiene aquí. Tengo la sensación de que yo solo voy a estar en ese proceso de transición, de crisis, el más duro, siempre de reconstrucción.
Cuando no haya una valla amarilla en santa Coloma yo me iré de aquí, a Sant Andreu,
a dejar de ver cómo los inquilinos que están en mi piso tienen una cortina que no es la mía, que miran por mi ventana y yo no puedo, que duermen bajo mi techo mientras yo, desde la calle, miro hacia arriba. Aunque sea un piso pequeño y triste, aunque mi percepción de lo grande y de lo pequeño haya cambiado, me da igual yo me voy de mi palacio a mi cuchitril, porque es mi cuchitril, y punto.

jueves, octubre 13, 2005

Historia de un R 12 amarillo plátano (Capítulo I)

Aún recordaba el olor: humedad, vómitos resecos y gasolina en escapada.
El color de su tapicería: verde rancio y su tacto de terciopelo rasposo.
Aún recordaba la tonalidad de su carrocería oxidada: amarillo plátano descolorido.
El ruido exacto de su motor quemado al girar la calle San Francesc para aparcar en Francesc Macià delante del Cigaló: iiiiggññññhhhhh brf brf bruf
Y de lo que más se acordaba: de su eterna gotera en el techo de tela áspera.


Hace poco me encontré a su hermano en una calle de Montjuïc. Al preguntarle, me dijo que había muerto hacía unos diez años y que él era de los pocos que quedaba de su estirpe extirpada y pasada de moda. Se sentía muy solo, pero que le quedaba algo de alegría porque una de las últimas veces que había visto a su hermano, le había contado que había sido muy feliz durante sus veinte años de vida: una buena vivienda, un paseo los domingos, un esposo y una mujer estupendos y tres retoños encantadores, a pesar de que la pequeña de los tres no se acabó de adaptar nunca a él: vomitaba, se quejaba, se quejaba, se quejaba, cuando llegamos, me estoy haciendo pipi, me estoy haciendo caca, cantaba mil elefantes y luego otros mil más, hundía tres mil barquitos que no sabían navegar y luego lloraba por la desdicha de su naufragio (hasta que su madre cambió la versión y el barquito aprendió a navegar de una puta vez), sacaba la cabeza por la ventana para airearse y cuando no podía más, se iba al maletero a beber el agua de las goterar y a bañarse en la gasolina que se escapaba para huir de su mareo.

Se llamaba Plátano y a pesar de su maltrechidad con la pequeña, ella le adoraba a ratos. Su sueño más sonado y nunca llevado a cabo era transformarle en un plátano gigante de gomaespuma y llevarlo a esa festividad barcelonesa que acababa en Can Dragó y que consistía en disfrazar a los coches y pasearlos por la Ciudad Condal.

El hermano de Plátano, Bananito, me contó que él no había tenido tanta suerte y que durante los últimos años le habían utilizado básicamente para llevar muebles viejos, piezas robadas de coches, sillas de playa y parasoles importados de China. Pero que su dueño, de dudosa legitimidad, le había vendido por 100 Euros a un moro y que le miraba con recelo, no por el color, Dios le libre, él era amarillo, aún más sospechoso, sino porque había visto una vez por la A7 Dirección Tarragona a un primo suyo, Rosendo, cargado hasta los topes de bártulos envueltos por plástico azul (que bien le recordaban a aquel con el que envolvieron el cadáver de Laura Palmer en Twin Peaks) con cinco moros dentros, y que, con todos sus respetos, él ya no estaba para esos trotes. Después se puso algo más triste y me contó, entre lágrimillas de aceite, que lo mejor que le podría haber pasado era haberse ido con su hermano al desguace y haber hecho la coña de Rest in Pieces, como la Mery Jane aquella de la Parafina... en fin.
Le abracé, allí en lo más alto de Montjuïc, y le prometí que volveríamos a vernos, que tenía una sopresa muy grande para él.

(continuará)