Íbamos por la Calle Sócrates y llevabas mi pequeño conejo en
los brazos. Se te cayó al suelo y quedó desnucado, tieso, con los ojos en
blanco mirando hacia arriba, muerto. Crucé la acera porque no quería verlo más tiempo
así, ni tocarlo, aunque la idea de darle una patada rápida y que quedase a
un lado de la carretera para que ningún transeúnte lo viese así se me pasó por
la cabeza mientras corría y lloraba en dirección Calle Concepción Arenal,
sabiendo, de todas todas, que lo habías tirado a posta.
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